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jueves, 18 de marzo de 2021

En la Mira / Héctor Estrada... En Chiapas las restricciones fallaron; y no todo es culpa del Estado



Después de largas horas de efervescencia, sublevación, caos, contradicciones gubernamentales y hasta duros desacuerdos al interior del gabinete estatal, la medida aprobada por el Comité para la Seguridad en Salud, que determinó cerrar las playas de Chiapas en Semana Santa a fin de evitar una nueva ola de contagios por Covid-19, terminó por echarse para atrás.

Al final de cuentas, la presión ejercida por las protestas de los pobladores y prestadores de servicios pesó más que cualquier argumento en materia de control epidemiológico. No hubo manera de consensuar el cierre total de las playas ante la desesperación de cientos de comerciantes, hoteleros y restauranteros para quienes soportar un año más de suspensión era innegociable.

Lo sucedido este miércoles y la decisión final tomada por las autoridades deja un sinsabor de sentimientos encontrados para quienes como espectadores observamos el jaloneo entre ambos frentes. Deja confusión y opiniones divididas. Pero, sobre todo, deja nuevamente un ejemplo claro del por qué las medidas restrictivas drásticas nunca funcionaron ni hubiesen funcionado en lugares como Chiapas y gran parte de México.

Más allá de un semáforo epidemiológico que desde hace ya varias semanas demostró no tener ningún sentido real, la medida inicial argumentaba una lógica prácticamente inobjetable sobre la difícil decisión de elegir entre la reactivación económica para miles de familias en crisis o implementar medidas dolorosas para evitar contagios, salvar vidas e impedir nuevamente la saturación dentro de un sector salud ya bastante agotado por la “ola” de enfermos que no acaba.

La decisión por más complicada que parezca ha tenido siempre la misma respuesta lógica, por mucho que cueste aceptarlo. La pandemia de Covid-19, considerada la más devastadora y mortífera de los últimos 100 años, no es un asunto cualquiera, eso está más que claro. Por eso las medidas de excepción en otros países que sin chistar han sido asumidas por sus ciudadanos, y para quienes se han resistido la intervención de la fuerza pública ha sido inobjetable, se han aplicado sin consideraciones.

En México, desde el comienzo, las cosas han sido muy diferentes. En un país con más del 50 por ciento de su población en la pobreza y casi el 60 por ciento de sus trabajadores en la informalidad laboral (sin sueldos seguros y prestaciones básicas) implementar medidas que obligaran al confinamiento total y el cierre de las actividades comerciales durante meses, con la aplicación de la fuerza del Estado para obligar a cumplirlas, era una apuesta segura a la sublevación. Sobre todo, en una nación costumbrada culturalmente a desobedecer las reglas.

Tampoco eran viables los programas de rescate económico. Ni en México, ni en ningún otro país en el mundo existen recursos adicionales suficientes para rescatar a todos los sectores económicos afectados por la crisis epidemiológica. Priorizar a un sector sobre otro, para la aplicación de recortes o reasignaciones dentro de otras partidas presupuestarias igual de prioritarias, también traería inevitablemente inconformidades interminables.

Con un año de afectaciones económicas no habría recurso que hubiese alcanzado, sobre todo en medio de una crisis sanitaria que exigía inversiones extraordinarias en reconversiones hospitalarias, compra de insumos especializados y la adquisición multimillonaria de vacunas para inmunizar a más de 126 millones de habitantes en menos de año y medio, como nunca antes había sucedido en la historia de México.

No sería un asunto sencillo, y el gobierno lo sabía perfectamente. Por eso hay que reconocer que en México nunca se aplicaron o se han respetado las medidas restrictivas necesarias. El gobierno fue prácticamente superado, a voluntad propia, por la desobediencia social. Fue y ha sido una estrategia de evidente simulación, acompañada por una desbordante irresponsabilidad social, que NO puede negarse. Y las consecuencias están en las cifras oficiales con 196 mil muertes reconocidas.

La pandemia por Covid-19 ha demostrado que el Estado mexicano es ineficiente para aplicar la ley y el orden sin excepciones especiales cuando es necesario; pero también que somos un país de ciudadanos acostumbrados a no asumir las responsabilidades propias, a pedir la aplicación de la ley cuando no somos tocados por ella, a pedir consideraciones cuando la reglamentación nos afecta y culpar al gobierno de absolutamente todas las consecuencias, incluso de los enfermos y muertos que nosotros mismos propiciamos… así las cosas

 

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