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jueves, 25 de julio de 2019

PERSONAJE / Lalito, a sus 11 años, es “el hombre de la casa”


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  • ·       Desde hace seis meses el pequeño trabaja en Tuxtla, con lo cual se sostiene a sí mismo y a su familia integrada por dos hermanitos y sus padres.


El niño intenta sonreír, pero su rostro esboza un dejo de tristeza. Su ropa de color oscuro más parece un luto permanente por su infancia perdida. Es que obligado por la circunstancia y por su padre, el pequeño de tan solo 11 años de edad se convirtió en el “hombre de la casa”. Vino a la capital chiapaneca para trabajar. La soledad le duele, a veces lo asusta, pero no llora, pues en su natal San Juan Chamula, le enseñaron que “los hombres no lloran”.

Entre el vaivén de la gran ciudad, entre el arroyo vehicular y el mar de gente, aparece la figura menuda de un niño, delgado, vestido de zapatos, playera y gorra de color negro; el pantalón es azul: parece estar de luto porque en su interior se murió la alegría, la ilusión y la curiosidad de la infancia. Más bien, se la mataron.

Camina viendo siempre hacia abajo, a los pies de las personas. “¿Va bolear jefe?”, dice mientras señala con el dedo índice de la mano izquierda. En la derecha, sostiene su cajita de madera con los implementos para lustrar los zapatos.

De 50 veces que pregunta lo mismo, 49 le dicen no. Tantas negativas parecen hacer mella en su tierna  mente, que ya comienza a madurar de tanto golpe emocional recibido.

Por fin una persona acepta que le den grasa a su calzado. El niño se sienta sobre el pequeño banquito de madera y el cliente hace lo propio sobre la acera de la Calle Central y 6ª Sur, frente a una tienda de telas. El aire acondicionado  refresca el rostro infantil que ya comenzaba a sudar.

Y el clima fresco del aire acondicionado hace que el pequeño suspire al evocar su natal San Juan Chamula. “Hace seis meses que vine a Tuxtla”, dice mientras aplica jabón líquido a los zapatos.

En casa quedaron sus dos hermanitos y sus padres. “Somos muy pobres”, dice. Mamá cuida de los pequeños y el padre… no trabaja. Prefirió que su hijo de 11 años se convirtiera en el “hombre de la casa”.

El pequeño no tuvo alternativa y vino, más bien lo trajeron, a Tuxtla Gutiérrez.

El niño aplica un poco de tinta al zapato de color café. Se acomoda la gorra con las iniciales LA, es de “Los Ángeles”, pero también las iniciales de su nombre: se llama Eduardo, le dicen Lalo.

Lalito mantiene la cabeza agachada mientras narra que estudiaba el 5º. Grado de primaria. Tenía la ilusión de al menos terminar la primaria, pero la orden irrevocable de su padre truncó sus aspiraciones.
-      ¿Te gustaría seguir estudiando? – Pregunta el cliente.
-      No se puede, no me da tiempo, mi jefe. –Dice con voz feble, apenas perceptible, llena de dolor y tristeza.
Hay varias cosas que Lalito quisiera, como jugar con sus amigos, como dormir en casa, con su familia, comer con ellos. Pero no se puede. La dura realidad le grita que “no se puede”, porque debe trabajar.

Luego de aplicar la crema al calzado, Lalito toma la lata de grasa. Al abrirla, nota que ya casi está vacía. La raspa con el afán de obtener al menos lo necesario para dejar brillante el calzado de su cliente. Éste entiende el pesar y apuro de Lalito y le dice que no se preocupe, que está bien como quede.

-      De lo que gano debo guardar para comprar material. Esta grasa cuesta 24 pesos - dice Lalito.

Agrega que también debe ir apartando para la renta mensual del cuarto donde vive con un paisano. Asimismo aparta para comer y por supuesto, para llevarle a su familia. Y a veces el día es malo que Lalito apenas saca para medio comer en Coyatoc. Hoy es uno de esos días. “Ta bajo el negocio”, exclama de nuevo triste, el pequeño.

Para colmo debe comprar grasa y un nuevo cepillo. Y no lleva más que una boleada. Con 11 años de edad y seis meses de estar en la capital chiapaneca, Lalito no se acostumbra a estar lejos de casa. Le duele la soledad, le asusta a veces. Y en sus noches de insomnio quisiera llorar, pero recuerda que “los hombres no lloran”, y él se convirtió -lo convirtieron- en el “hombre de la casa”.

-      Yo también a los 11 años comencé a trabajar, cuando murió mi padre, en un accidente – Le dice el cliente a Lalito, para animarlo a no desanimarse.

Le explica que puede estudiar más adelante, aunque sea primaria y secundaria abierta. Y los ojos de Lalo se abren, se encienden con la chispa del entusiasmo. Es que de verdad desea estudiar. Superarse. No desea ser eternamente un bolerito. Es que no es fácil caminar durante 12 horas diarias, bajo el sol o lluvia. Con hambre, cansancio, soportar desprecios, negativas y sobre todo, el acoso de los fiscales municipales que como auténticos perros de caza lo corren si se detiene por un momento.

Los días buenos para Lalo, son cuando agarra unos 20 clientes al día. Cobra 10 pesos con crema y 15 con tinta. De eso, le quedan 5 ó 7 pesos de utilidad, de donde debe sacar para la comida (a veces una vez al día), renta y para su familia. Pero hay días muy malos cuando Lalito apenas bolea tres veces. Y entonces de plano no come más que un pan o una galleta.

En seis meses lejos de casa, Lalito ya aprendió a caminar por las atestadas calles de Tuxtla. Aprendió a evadir a los fiscales. Aprendió a lavar ropa. Pero aún no aprende a sobreponerse a la soledad, a la nostalgia. Aún no descifra el misterio de la vida y sus recovecos, aun no logra desenmarañar la trama y urdimbre de la existencia que se ha empeñado en golpearlo a tan tierna edad.

Y Lalito se consuela con el mensaje de esperanza que una mujer cristiana le brinda en la esquina de la 3ª Sur y 1ª Poniente, cada vez que pasa frente a ella. La predicadora ambulante le dice a Lalito que no está solo, que si su padre terrenal es malo, el celestial es bueno.

Y aunque Lalito se emociona, al salir de la presencia de la predicadora vuelve a sentir el latido agudo de un tormento espiritual que repercute en su cuerpo como caja de resonancia.

Y el niño siente un arrebato místico al ver las estrellas por las noches. Desea vehemente, como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, creer en un Dios real, cercano y compasivo. Pero siente que como las estrellas, es tan lejano al ojo y sin embargo la predicadora dice que es tan cercano al corazón. Le habla de un Dios que habita en la lejanía de la eternidad, pero se manifiesta en la cercanía de su creación.

Y sin saber de literatura y de Miguel de Unamuno que dijo: “Hay ojos que miran, hay ojos que sueñan, hay ojos que esperan” y de Antonio Machado que añadió: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”, Lalito se siente mirado por Aquél cuya gloria se ve reflejada en las estrellas. Y suspira. Y se siente con identidad y con sentido de pertenencia.

Lalito siente que vale. Y por primera vez deja de mirar hacia abajo, hacia los zapatos, y mira hacia arriba. Se acomoda la gorra, sonríe aun con el dejo de tristeza y enfila sus pasos hacia Coyatoc: Va a comer, confiando en que el que sustenta a las aves, proveerá para él y su familia.

El cliente le pagó 15 pesos por la boleada y además le regaló para comprarse una lata de grasa. El día comenzó a cambiar, no tanto en el exterior, sino en el interior de Lalito, que a sus 11 años, lo convirtieron en el “hombre de la casa”.



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