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martes, 6 de febrero de 2018

PERSONAJE / Maneja por obligación, ayuda por vocación

  • Anita conduce un taxi seguro desde hace más de 20 años.  Espera dos llamadas. Una de los usuarios; otra de la Secretaría de Transportes



Es taxista por necesidad, desde hace más de 20 años. Madre soltera, enferma de diabetes, asaltada dos veces, muestra buena cara al mal tiempo. A sus pasajeros da palabras de aliento y hasta “aventones” a niños del CRIT o personas de la tercera edad. Sueña con una concesión. Ya envió una carta al gobernador. Anita conduce un taxi seguro y lo pone a las órdenes. Ella es la conductora 0057, el mismo número de su edad.
La llamada al 9612448129 es contestada por una voz amable, dulce, cargada de optimismo. Es Ana María Márquez Palomeque.
Tras acordar el lugar de la entrevista, nos dice que tiene 57 años de edad y más de 20 como trabajadora del volante. Fue a invitación de su comadre  Yolanda, quien falleció hace 40 días,  que comenzó a conducir un taxi, pues estaba desempleada.
Abandonada por su esposo, quien se fue con otra mujer, Anita sacó adelante a sus hijos de cuatro y cinco años de edad.
“Ahora son hombres de bien, pero no dependo de ellos. Gano para el servicio de mi casa, mi comida y sobre todo mi medicina. Soy diabética y requiero de insulina”, dice.
Antes de ser taxista vendía pollos y mariscos. “A veces el taxi deja un poco, pero otras veces solo sale para la cuenta del patrón y la gasolina”, cuenta Anita.
“Lo que sí se gana con el taxi es un problema de riñón. Afecta muchas horas sentado y aguantar el hambre, y las ganas de hacer pipi. Para los hombres no hay problema, se meten al monte, pero a mí capaz y me salga un cliente, ni lo mande Dios”, dice y suelta la carcajada.
En sus dos décadas de taxista Anita ha tenido muchas satisfacciones. Ayuda a niños del CRIT que no tienen para su taxi y que tampoco los suben al colectivo. Da “aventones” a personas de la tercera edad que tampoco son levantados por los colectiveros.
“Los pasajeros me hacen plática y con gusto les cuento chistes para que se rían si están tristes. Algunos hombres se desahogan y hasta lloran conmigo”.
Anita se detiene repentinamente en su relato. Suspira y mira hacia el tablero de su taxi 0046. “Ya me asaltaron dos veces”.
Dice que la primera vez fue solo el robo del dinero. Pero la Segunda vez, el pasado 15 de enero, fue agredida salvajemente.
“Era las 2:30 de la madrugada. Levanté un pasaje por un salón de fiestas de El Brasilito. Me pidió que lo llevara a la Escuela de Trabajo Social. Luego me pidió que fuera a la colonia Satélite. En un callejón me comenzó a golpear en la cara, dentro del taxi. Me tiró el suelo y me siguió golpeando hasta desmayar”, dijo con voz lastimera.
A raíz de ese trauma Ana María ya no quería manejar un taxi. Le daba miedo.
Tocó puertas buscando trabajo. Nadie la empleaba. “Por mi edad y sobre todo por mi enfermedad. No me quedó de otra que regresar al taxi”, dice triste.
Anita, a sus 57 años y tras 20 de ser asalariada, sueña con tener su concesión. Lo merece, lo necesita.
“Ya metí mis papeles, envié una carta al gobernador y me respondió. Me turnaron con Juan Francisco Plaza Quevedo,  director de Concesiones, ojalá que Dios me haga el milagro”, dice esperanzada.
Anita es un taxista vigilante. Es confiable. Madres envían a sus hijos con ella a la escuela. También le piden vaya al mercado o a la farmacia por sus mandados y ella accede gustosa.

Anita espera con ansias que su teléfono suene. Espera dos llamadas. Una de los usuarios para darles el servicio de taxi. Otra, de la Secretaría de Transportes para decirle que su nombre fue considerado entre los afortunados para tener una concesión. 

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